Anoche todo era miedo en los alrededores del Campín. Hace solo una semana se presentaron los graves incidentes que terminaron con un muerto y24 heridos. Las imágenes de los desórdenes ocurridos en el Campín, demuestran, por un lado, el salvajismo de las detestables barras bravas, y por el otro, la pérdida de la conciencia individual cuando se acometen acciones colectivas violentas. Ver a una marea humana agrediendo sin compasión a un solo individuo, corresponde no solo a un acto de cobardía sino que evidencia la indiferencia ante la vida de algunos miembros de esas agrupaciones.
En la penosa revuelta hay situaciones que vale la pena analizar. En cuanto a los hechos en si, es deplorable la poca presencia de la policía en el estadio: 66 uniformados para atender un evento de 25 mil personas es, por decirlo de alguna manera, un absurdo de enormes proporciones, pues significa en la práctica que tenían un policía por cada 379 aficionados. También preocupa que el alcalde Garzón y el comandante de la policía Bogotá estuvieran en el sitio y no hubieran tomado la decisión de solicitar los refuerzos requeridos o de ingresar algunas de las unidades que esperaban en las afueras del estadio, pues desde el primer tiempo comenzaron las agresiones y las puñaladas.
Estremece ver la impotencia de la autoridad frente a los vándalos y delincuentes que provocaron la asonada, sobre todo los uniformados que estaban en la pista atlética. La policía reconoció el error en el manejo que se le dio al ingreso de un aficionado que golpeó al árbitro: pero ese error fue reiterado, porque no se tuvo el control efectivo del área más importante del espectáculo, la cancha, lo que significa que la falla ocurrió por un mal planeamiento del operativo.
Es muy grave el ingreso de armas y de botellas de licor, así como la utilización de narcóticos en pleno estadio, pues las declaraciones de los miembros de alguna de la barras agresoras indican que por lo menos uno de los jóvenes golpeados antes del segundo tiempo, va al Campín a consumir droga y a robar.
Lo que ocurrió en Bogotá no es nuevo en el fútbol. Por el contrario, varias ciudades colombianas tienen que padecer a estos grupos de vándalos que se escudan detrás de una camiseta para sembrar destrucción y muerte: lo viven Medellín, Cali, Ibagué y Barranquilla, entre otras, sin que hasta el momento se hayan tomado decisiones serias para solucionar el problema.
Argentina vivió momentos muy difíciles por los enfrentamientos de las tales barras bravas: incluso en Buenos Aires, en los peores momentos, la policía destinó una zona libre de uniformados para que esas barras se encontraran, se agredieran y se mataran; una vez terminada la zambra, la policía llegaba a recoger los heridos y a hacer el levantamiento de los cadáveres. Finalmente, con una legislación seria, los problemas han disminuido y el control de los estadios está en manos de quien corresponde. Chile comenzó a padecer el mal y muy pronto acometieron el estudio y aprobación de leyes endurecidas que castigan con cárcel y altas multas a los infractores. Igual podríamos hablar de Gran Bretaña, país que vivió a los ingratos Hooligans y que tuvo que legislar para acabar de tajo con semejante problema.
¿Y Colombia? Nada. Los legisladores han pasado de agache frente a la brutalidad recurrente y casi habitual en los estadios y también han volteado la mirada frente a los enfrentamientos en las afueras de estos escenarios. El Código Penal premia los delitos menores, volvió contravención lo que antes era castigado con cárcel y no tocó el tema del vandalismo en sitios públicos, ni los desórdenes en eventos como las justas deportivas. Pero si es menor de edad, la cosa es mucho más compleja para la sociedad, pues en el peor caso, pasará unas vacaciones de máximo 18 meses en un centro de rehabilitación, con todos los gastos pagos.
En la penosa revuelta hay situaciones que vale la pena analizar. En cuanto a los hechos en si, es deplorable la poca presencia de la policía en el estadio: 66 uniformados para atender un evento de 25 mil personas es, por decirlo de alguna manera, un absurdo de enormes proporciones, pues significa en la práctica que tenían un policía por cada 379 aficionados. También preocupa que el alcalde Garzón y el comandante de la policía Bogotá estuvieran en el sitio y no hubieran tomado la decisión de solicitar los refuerzos requeridos o de ingresar algunas de las unidades que esperaban en las afueras del estadio, pues desde el primer tiempo comenzaron las agresiones y las puñaladas.
Estremece ver la impotencia de la autoridad frente a los vándalos y delincuentes que provocaron la asonada, sobre todo los uniformados que estaban en la pista atlética. La policía reconoció el error en el manejo que se le dio al ingreso de un aficionado que golpeó al árbitro: pero ese error fue reiterado, porque no se tuvo el control efectivo del área más importante del espectáculo, la cancha, lo que significa que la falla ocurrió por un mal planeamiento del operativo.
Es muy grave el ingreso de armas y de botellas de licor, así como la utilización de narcóticos en pleno estadio, pues las declaraciones de los miembros de alguna de la barras agresoras indican que por lo menos uno de los jóvenes golpeados antes del segundo tiempo, va al Campín a consumir droga y a robar.
Lo que ocurrió en Bogotá no es nuevo en el fútbol. Por el contrario, varias ciudades colombianas tienen que padecer a estos grupos de vándalos que se escudan detrás de una camiseta para sembrar destrucción y muerte: lo viven Medellín, Cali, Ibagué y Barranquilla, entre otras, sin que hasta el momento se hayan tomado decisiones serias para solucionar el problema.
Argentina vivió momentos muy difíciles por los enfrentamientos de las tales barras bravas: incluso en Buenos Aires, en los peores momentos, la policía destinó una zona libre de uniformados para que esas barras se encontraran, se agredieran y se mataran; una vez terminada la zambra, la policía llegaba a recoger los heridos y a hacer el levantamiento de los cadáveres. Finalmente, con una legislación seria, los problemas han disminuido y el control de los estadios está en manos de quien corresponde. Chile comenzó a padecer el mal y muy pronto acometieron el estudio y aprobación de leyes endurecidas que castigan con cárcel y altas multas a los infractores. Igual podríamos hablar de Gran Bretaña, país que vivió a los ingratos Hooligans y que tuvo que legislar para acabar de tajo con semejante problema.
¿Y Colombia? Nada. Los legisladores han pasado de agache frente a la brutalidad recurrente y casi habitual en los estadios y también han volteado la mirada frente a los enfrentamientos en las afueras de estos escenarios. El Código Penal premia los delitos menores, volvió contravención lo que antes era castigado con cárcel y no tocó el tema del vandalismo en sitios públicos, ni los desórdenes en eventos como las justas deportivas. Pero si es menor de edad, la cosa es mucho más compleja para la sociedad, pues en el peor caso, pasará unas vacaciones de máximo 18 meses en un centro de rehabilitación, con todos los gastos pagos.
La propuesta educativa del Presidente es válida a largo plazo. Pero las soluciones tienen que abocarse también para el futuro inmediato. Por lo tanto, estos desmanes deben generar una respuesta inmediata del legislativo, o por lo menos una propuesta seria del ejecutivo, a fin de terminar pronto con el peligro que corren los que van a un estadio a ver un partido y no a presenciar como un grupo de inadaptados pelean, asesinan y destrozan sin el más mínimo remordimiento. También lo agradecerán los infortunados vecinos de los estadios que deben cambiar los vidrios de sus ventanas mínimo cada año, porque las peleas que vimos en el Campín, son cotidianas en las afueras de los estadios de la mayoría de ciudades del país.
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