Teusaquillo es un barrio tradicional de Bogotá. Allí el gobierno instaló varios albergues para reinsertados. La comunidad rechazó desde el principio la medida, pues afirman que va en contra de la seguridad y de la tranquilidad del sector.
Hace algunos años, el mismo Teusaquillo era el sitio predilecto para las casas de prostitución. La amplitud de las casas, el número de habitaciones y la ubicación hicieron del barrio el sitio más apropiado para las casas de lenocinio en los años 90. No hay antecedentes de que los vecinos se hayan unido para estigmatizar a las prostitutas ni a los proxenetas, ni que hayan señalado esta actividad como un imán para atraer la inseguridad y los disturbios a la zona, cosa que era completamente cierta en su momento.
Ahora funcionan universidades, bares, cantinas, tabernas y tabernitas: el ruido y los ladrones que quieren conseguir una víctima para el atraco o el paseo millonario, deambulan a diario por las calles de Teusaquillo. Parece que eso tampoco molesta a los vecinos.La tensa situación que se vive hoy con los reinsertados, demuestra el escaso compromiso de la nación y la nula preparación de los colombianos para enfrentar un proceso de paz y sus consecuencias. Cuando a alguien le preguntan qué quiere para el país, inmediatamente responde que la paz. Linda palabra sin ningún contenido. Porque la tan mentada paz requiere de esfuerzo, de inversión y de tolerancia, entre otros temas.
Si Colombia lograra firmar un proceso de paz con las Auc, con las Farc y con el Eln, lo más probable es que los albergues se multiplicarían, no solo en Bogotá, sino en todo el país. Y las comunidades tendrían que acostumbrarse a verlos, a compartir con ellos la misma tienda de barrio, a observar la presencia de los reinsertados muy cerca del sitio en donde esperan la ruta en compañía de sus hijos. De igual forma, los colombianos abordarían el mismo bus, beberían cerveza en la misma cantina y algunos sabrían que sus hijos comparten aula con los hijos de los reinsertados. Todo esto es una cuota que debemos estar dispuestos a pagar en un proceso de paz. La otra parte es la económica: con sus impuestos y con los míos, el gobierno tendría que brindarles oportunidades de educación, salud y vivienda, para que aprendan algo distinto a disparar, a secuestrar y a caminar en el monte. De lo contrario, el proceso de paz en Colombia tendrá el mismo resultado de los procesos en Centroamérica: que las tasas delincuenciales se incrementan después de la firma de un proceso.
O peor aún, podríamos tener el mismo resultado del Perú que consiguió una derrota policial y no un acuerdo de paz. El caso Inca es contundente: desde la desactivación del MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru) y de Sendero Luminoso, la tasa de homicidios, robos y secuestros se triplicó en Lima. Incluso el gobierno Fujimori, feliz por el resultado, olvidó el coletazo que dan estas organizaciones antes de expirar. Fue cuando ocurrió la toma de la embajada de Japón en Lima. Seamos claros: la paz cuesta mucho y si la queremos, tenemos que estar dispuestos a compartir las calles con ellos, a pagar impuestos para reincorporarlos a la sociedad y a perdonar y olvidar. Nada distinto de lo que pasó hace 15 años con el M-19, quienes fueron elegidos para la Asamblea Constituyente del 91 y para otras dignidades.
Entonces, es el momento de meditar la apuesta que va a hacer la sociedad colombiana para alcanzar la paz: si es poca, los fusiles se silenciarán y la delincuencia (como opción de vida) crecerá. Si hacemos una puesta del tipo juego mis restos, Colombia podría lograr una paz que fuera solo el inicio de una transformación colectiva e institucional, con mayor bienestar para los nacionales, con el reconocimiento fundamental de las diferencias que tenemos y con los mecanismos que verdaderamente permitan la participación del común de la gente en las decisiones que la afectan.
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