En lo que va corrido del año 10 niños han muerto de manera violenta en Ciudad Bolívar. La problemática en esa zona ha salido a la luz por las declaraciones de Lucho Garzón en torno a la presencia de paramilitares en el sector que reclutan jóvenes y niños para mantener intacta la tropa que les servirá como carne de cañón. Le faltó decir que, durante años, las Farc han utilizado la misma estrategia. Además, la situación se ha venido extendiendo a varios sectores de Bogotá.
Dos razones principales pueden aproximarnos al problema. Aclaro desde ya que NO SON LAS ÚNICAS, pero si pueden dar luces sobre lo que está ocurriendo con nuestros niños.
La primera causa son las pandillas juveniles, que, según el último informe de las autoridades, solo en Bogotá llegan a 803. Estas pandillas o tribus urbanas son altamente territoriales y se proclaman “dueñas” de una zona por la que no puede transitar ningún miembro de otra pandilla. Además, muchas de estas 803 tribus han incursionado en la delincuencia portando armas de diferentes tipos y penetrando en los negocios oscuros del narcotráfico, el hurto y el sicariato.
Con 803 pandillas en Bogotá, más de 10 mil jóvenes, no es de extrañar que algunos puntos específicos de las localidades de Ciudad Bolívar, Bosa, Usme y Kennedy estén ya bajo el control de estas organizaciones que se escudan en los menores de edad para cometer los ilícitos. Los pandilleros mayores mandan a “hacer las vueltas” a menores de edad cuya responsabilidad penal es, según nuestros códigos, prácticamente inexistente.
La segunda razón es más preocupante que la primera. En Colombia los menores de edad no son delincuentes sino infractores, pues el Código del Menor, en su afán proteccionista, dejó abierta una inmensa brecha que posibilita la impunidad en aquellos delitos cometidos por niños. Por eso son los preferidos por las pandillas y las bandas delincuenciales para cometer los ilícitos. Según el Código, estos niños tienen que ser resocializados en centros especiales que, descritos por los propios pandilleros, parecen más un hotel o un colegio “chévere” que un sitio de reclusión. En síntesis, los menores que matan, roban o violan no son castigados por la ley sino que deben ser resocializados.
Esta posición proteccionistas de nuestra legislación y la impunidad oficializada, hacen imposible la aplicación de la justicia en los casos que involucran a menores de edad: las víctimas no encuentran justicia en los tribunales.
Una madre de familia vio cuando un vecino de 13 años asesinó a su hijo de 12 con varias puñaladas en el vientre. El agresor fue detenido y puesto a disposición de un juez de menores. Nueve meses después el asesino estaba en la calle, libre de toda culpa porque, según la ley colombiana, 18 meses son lo máximo que necesita un menor para resocializarse. Claro, esta madre no solo llora en silencio la pérdida de su hijo sino que la ausencia de justicia aparece ante sus ojos, al encontrarse a diario con el asesino de su hijo, quien vive a pocos pasos de su casa y se tropieza con ella de manera cotidiana.
La falta de justicia hace que algunos colombianos tomen caminos equivocados por la sed de venganza. Entonces, ante un menor asesino y despiadado que por una violación o un homicidio solo estuvo en un centro especial durante un año, no como castigo sino como asilamiento para que aprenda a vivir en sociedad; la víctima o sus familias ejecutan la ley del Talión para conseguir la“justicia” que el Estado y la ley les están negando. Y esa justicia callejera es desproporcionada, vengativa y generadora de rencores inimaginables.El proteccionismo del Código del Menor es un fracaso total y el resultado es la muerte de niños que, muchas veces, pasan de victimarios a víctimas. Y seguirá así hasta que Colombia y sus legisladores no tomen cartas en el asunto, pues con todo y los derechos del menor, lo cierto es que a partir de una determinada edad, los menores deben responder como adultos ante los tribunales de justicia y responsabilizarse por sus actos no como infractores sino como delincuentes.
Dos razones principales pueden aproximarnos al problema. Aclaro desde ya que NO SON LAS ÚNICAS, pero si pueden dar luces sobre lo que está ocurriendo con nuestros niños.
La primera causa son las pandillas juveniles, que, según el último informe de las autoridades, solo en Bogotá llegan a 803. Estas pandillas o tribus urbanas son altamente territoriales y se proclaman “dueñas” de una zona por la que no puede transitar ningún miembro de otra pandilla. Además, muchas de estas 803 tribus han incursionado en la delincuencia portando armas de diferentes tipos y penetrando en los negocios oscuros del narcotráfico, el hurto y el sicariato.
Con 803 pandillas en Bogotá, más de 10 mil jóvenes, no es de extrañar que algunos puntos específicos de las localidades de Ciudad Bolívar, Bosa, Usme y Kennedy estén ya bajo el control de estas organizaciones que se escudan en los menores de edad para cometer los ilícitos. Los pandilleros mayores mandan a “hacer las vueltas” a menores de edad cuya responsabilidad penal es, según nuestros códigos, prácticamente inexistente.
La segunda razón es más preocupante que la primera. En Colombia los menores de edad no son delincuentes sino infractores, pues el Código del Menor, en su afán proteccionista, dejó abierta una inmensa brecha que posibilita la impunidad en aquellos delitos cometidos por niños. Por eso son los preferidos por las pandillas y las bandas delincuenciales para cometer los ilícitos. Según el Código, estos niños tienen que ser resocializados en centros especiales que, descritos por los propios pandilleros, parecen más un hotel o un colegio “chévere” que un sitio de reclusión. En síntesis, los menores que matan, roban o violan no son castigados por la ley sino que deben ser resocializados.
Esta posición proteccionistas de nuestra legislación y la impunidad oficializada, hacen imposible la aplicación de la justicia en los casos que involucran a menores de edad: las víctimas no encuentran justicia en los tribunales.
Una madre de familia vio cuando un vecino de 13 años asesinó a su hijo de 12 con varias puñaladas en el vientre. El agresor fue detenido y puesto a disposición de un juez de menores. Nueve meses después el asesino estaba en la calle, libre de toda culpa porque, según la ley colombiana, 18 meses son lo máximo que necesita un menor para resocializarse. Claro, esta madre no solo llora en silencio la pérdida de su hijo sino que la ausencia de justicia aparece ante sus ojos, al encontrarse a diario con el asesino de su hijo, quien vive a pocos pasos de su casa y se tropieza con ella de manera cotidiana.
La falta de justicia hace que algunos colombianos tomen caminos equivocados por la sed de venganza. Entonces, ante un menor asesino y despiadado que por una violación o un homicidio solo estuvo en un centro especial durante un año, no como castigo sino como asilamiento para que aprenda a vivir en sociedad; la víctima o sus familias ejecutan la ley del Talión para conseguir la“justicia” que el Estado y la ley les están negando. Y esa justicia callejera es desproporcionada, vengativa y generadora de rencores inimaginables.El proteccionismo del Código del Menor es un fracaso total y el resultado es la muerte de niños que, muchas veces, pasan de victimarios a víctimas. Y seguirá así hasta que Colombia y sus legisladores no tomen cartas en el asunto, pues con todo y los derechos del menor, lo cierto es que a partir de una determinada edad, los menores deben responder como adultos ante los tribunales de justicia y responsabilizarse por sus actos no como infractores sino como delincuentes.
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